Cuando las respuestas vienen a la boca como si la conexión entre nuestro decir y pensar tuvieran un reflejo único, ahí, justo ahí comienza la ignorancia. Es fácil decir y escuchar que cuando uno responde algo dice lo que piensa y siente. Cosa que no está lejana a la verdad subjetiva de quien lo enuncia. Pero podría uno, en algún momento, dudar y pensar por qué piensa y siente de esa manera, qué fue lo que en algún momento de su vida hizo que ese pensamiento natural y rápido surgiera de nuestra boca como magma del volcán.
Una de las fuentes de creación de nuestro decir inmediato es nuestra formación académica o los libros a los que les depositamos el saber y entender para hacer de ello nuestro pensamiento. Nada tiene de novedoso esto (en este blog siempre se dice que no es la novedad lo que lo caracteriza) pero la vida moderna, la rapidez informativa, etc. dejan escaso o nulo tiempo para poner en marcha la duda sobre nuestra manera de pensar, sobre nuestra automatización intelectual.
El título de esta nota “Lo sé todo, no sé nada I” y su cuerpo principal sólo tratan de ser una forma de compartir la duda, la inquietud personal de la respuesta automática.
“Lo sé todo” (supongo el título de la obra como un diálogo con la frase “Sólo sé que no se nada”, demostrando así el desarrollo humano desde la ignorancia socrática hasta el saber universal de la editorial Larousse en 1962) fue una obra de divulgación que difundía el saber y que se accedía a ella, como a otras obras enciclopédicas, para estar al corriente de lo que a uno lo transformaba en un niño, joven o adulto culto. En sus páginas se esparcía con absoluta naturalidad lo que uno debía repetir para que algún familiar, amigo o vecino se sorprendiera ante nuestra inteligencia. Pero he aquí lo que ya se venía haciendo (y sigue haciéndose): acompañar datos, hechos, imágenes de fundada posibilidad con fuertes marcas ideológicas y religiosas. Cuando se deposita el lugar del saber en un lugar, todo lo que allí se diga se toma como cierto. Y se repite como tal.
Para muestra no basta un botón, pero va uno, el primero.
En el tomo 4 de la edición de “Lo sé todo” de 1962, en la página 650, bajo el título de “La Biblia”, en el segundo párrafo de la primera columna dice: “Dios, en señal de Su protección, los acompañó con una nube que que indicaba el camino”. En la segunda columna continúa “Pero Moisés, siguiendo las órdenes divinas, tocó con su vara milagrosa las aguas del mar, que se dividieron abriendo un pasaje. Así los hebreos llegaron hasta la otra orilla sin mojarse”. La función referencial del lenguaje se hace presente en estas líneas utilizando oraciones enunciativas similares a “Tiene cabeza pequeña, orejas bien proporcionadas, crines cortas, hocico redondeado, labios chicos y ojos muy vivaces” utilizada en la página 703 en la nota titulada “La cebra”. Digamos que da el mismo criterio de “verdad” al cuidado de dios a los hebreos que a la descripción de la cebra.
Por otra parte, en el mismo tomo pero en la página 777, hacia el final de la nota titulada “El tibet, techo del mundo” dice “Mezcla de supersticiones ingenuas y de adoración al eterno principio creador es el lamaísmo, que incluye en su ritual danzas de lamas disfrazados con horribles máscaras, y también prácticas yogas con que pretenden adquirir un poder misterioso sobre la cosas”. Cuando se trata de describir otra forma de entender la religión, la referencia se llena de subjetivemas tales como “ingenua”, “disfrazados”, “horribles”, pretenden”. Si se mantuviera el mismo criterio enunciativo que antes, quizá este párrafo podría ser: “El lamaísmo adora el eterno principio creador, que incluye en su ritual danzas de lamas vestidos con máscaras, y también prácticas yogas con las que adquieren poder sobre las cosas”.
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